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Jesús Evaristo Casariego, el último gran asturiano

noviembre 26, 2023
Libro publicado en 1983 por la Comisión Organizadora del Homenaje a J.E. Casariego, hace ahora cuarenta años

El pasado jueves 23 de noviembre tuvo lugar en el Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella de Oviedo la anunciada charla «Jesús Evaristo Casariego, el último gran asturiano». La presentó el secretario del círculo, Manuel Rodrigo, quien explicó la significación de la fecha —don Jesús había nacido el 7 de noviembre de 1912; noviembre es el mes de los difuntos, etc.— y del gran personaje cuyo recuerdo congregaba a los presentes.

Luis Infante, quien fuera estrecho colaborador de don Jesús Evaristo Casariego (Tineo, 1912 – Luarca, 1990) durante los doce últimos años de la vida de éste, fue relatándola cronológicamente, intercalando datos con anécdotas y con recuerdos personales. Una vida y una obra que discurrieron no ya sólo paralelas a la historia de la Asturias y la España de su tiempo y a la Causa carlista (pues Casariego era «carlista desde nueve meses antes de nacer», como él mismo decía), sino apasionadamente imbricadas en ellas. Una figura humana e intelectualmente colosal y una obra extraordinaria, como ya no quedan en la entristecida y agotada Asturias de hoy.

Tras finalizar la charla, que comenzó a las siete y media de la tarde, se continuó en conversación distendida entre quienes optaron por quedarse hasta casi las diez de la noche.

El Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella tiene previstas varias actividades más antes de fin de año, que serán anunciadas en breve.

Dicho círculo también contribuye regularmente con artículos en el periódico madrileño LA ESPERANZA. Uno del pasado día 17 de noviembre, obra de Manuel Sanjuán, recordaba una anécdota de Casariego en el Congreso de los Diputados durante la Segunda República: «Los baños del parlamento».

En el mismo periódico aparecían estos días otras dos entradas, también sobre Jesús Evaristo Casariego, del carlista granadino Félix M.ª Martín Antoniano, que fueron comentadas en la charla ovetense del jueves: «Glosas «casariegas» a un ensayo de Federico García Sanchiz (I)» y «Glosas «casariegas» a un ensayo de Federico García Sanchiz (y II)».

La obra cuya portada encabeza esta entrada, J.E. Casariego. Biografía, antología y crítica de su obra (Gijón, 1983) puede encontrarse en línea en formato pdf en la web principal de la Comunión Tradicionalista, Carlismo.es.

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Oviedo 23 de noviembre. Jesús Evaristo Casariego, el último gran asturiano

noviembre 16, 2023
Jesús Evaristo Casariego (Tineo, 1912 – Luarca, 1990), por Santarúa (1983)

El Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella reanuda las charlas en Oviedo de su «Seminario Capitán Casariego», en esta ocasión con una dedicada al propio Jesús Evaristo Casariego: El último gran asturiano.

La charla tendrá lugar, D.m., el jueves 23 de noviembre de 2023, a las 19:30 (siete y media de la tarde) en la sede ovetense del Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella, Plaza Primo de Rivera, número 1, oficina 10 A. La dará Luis Infante, de la Secretaría Política de Don Sixto Enrique de Borbón. Colaboró estrechamente con J.E. Casariego hasta la muerte de éste.

Jesús Evaristo Casariego y Fernández-Noriega (Tineo, 7 de noviembre de 1912 – Luarca, 16 de septiembre de 1990), fue quizá el carlista asturiano más relevante de los dos últimos tercios del siglo XX. Doctor en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras, escritor, periodista, historiador, poeta, profesor universitario. Padre de familia. Requeté, oficial del Ejército, político en el más noble sentido de este término: su vida fue una permanente cruzada por Dios, por la Patria, por los Fueros y por el Rey legítimo.

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Centenario de Jesús Evaristo Casariego

noviembre 13, 2013

Se cumplió el centenario del nacimiento del Excmo. Sr. D. Jesús Evaristo Casariego y Fernández-Noriega (Tineo, 7 de noviembre de 1912 – Luarca, 16 de septiembre de 1990), quizá el carlista asturiano más relevante de los dos últimos tercios del siglo XX. Doctor en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras, escritor, periodista, historiador, poeta, profesor universitario. Padre de familia. Requeté, oficial del Ejército, político en el más noble sentido de este término: su vida fue una permanente cruzada por Dios, por la Patria, por los Fueros y por el Rey legítimo.

Su vida y su obra son tan ricas y complejas que Las Libertades se propuso irles dedicando una serie de artículos durante el año del centenario. Ya empezamos el pasado mayo, recuperando su relato «El pelayo de Peña del Salto». Hoy vamos a limitarnos a señalar por qué el centenario de una figura tan importante para Asturias está pasando casi desapercibido. J.E. Casariego hizo muchos enemigos en vida. Él mismo los declaró enemigos. Literariamente los dejó enumerados en La historia triste de Fernando y Belisa (Poema dramático del amor, el entusiasmo y la decepción en la guerra de España, Oviedo, 1975), acto segundo: «En el que dialogan los vivos y los muertos, muchos años después»:

Ramiro

—Yo ya estoy muerto, muy muerto,
muerto de asco y repugnancias,
porque entre todos me ahogaron
con sucias telas de araña
que nos envuelven y asfixian,
por muchas manos trenzadas:

Fernando

—Por los pícaros que suben,
por los vendidos que callan,
por los traidores que medran,
por los cínicos que ensalzan,
por los que adulan y aplauden,
por los que lloran y maman,
por los de la boca llena,
por los de la llena panza,
por los de la gran marmita,
por los de la gran cuchara,
por los que colman la olla
y reparten la pitanza…

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Ramiro

—Por los viles rastacueros,
por los torpes papanatas
que reniegan de lo propio,
de su pueblo y de su raza,
de sus nobles tradiciones,
y todo lo extraño exaltan,
y envilecen nuestro idioma,
prostituyen nuestra casa,
convirtiendo por dinero
a esta antigua tierra hispánica
en «moteles» de «tourisme»
(toda España una posada
con ventero y maritornes
y arrieros que hagan chanza
del ideal de don Quijote);
o en cesiones y ventajas
dadas a gringos rapaces
que nos venden y nos cambian
con cien nuevos gibraltares,
por si un Gibraltar no basta;
por los que ofrecen rufianes
a «touristes» menopáusicas,
o bujarrones maricas
si con divisas se pagan;
por los que desnudan hembras
y cobran por enseñarlas,
alcahuetes de mil putas
y mercaderes de esclavas,
con sus «misses» en pelota
para «play boys» reservadas.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Ramiro

—Por una prensa hedonista,
y servil y pornográfica,
hecha con pedanterías
y con demagogias falsas,
pregón de tetas y ombligos,
de adulterios y fulanas,
que toda virtud oculta,
y todo vicio proclama,
frívola y libidinosa,
proxeneta en cada página,
dirigida por Sempronio,
por Celestina inspirada,
corruptora de los pueblos,
prensa inmunda, bien pagada,
con escritos decadentes
que todo lo recio ablandan
y la belleza deforman
y lo puro y noble arrastran,
como sapos venenosos
que corroen cuanto embaban.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Fernando

—Por los que en sus latifundios
(tierras antaño robadas
a la Iglesia y a los pueblos
que al bien común se ofrendaban),
oprimieron y hambrearon,
y fueron, con dura garra,
caciques de vara y urna
en liberal democracia,
(dos cosas que aquí comienzan
con picaresca y falacia
y que siempre han terminado
con odios, sangre y desgracia);
que ayer jubilaron la urna
para conservar la vara,
y que hoy (por seguir la moda
como buenos papanatas
de las modas extranjeras)
de nuevo la urna reclaman,
porque es tal urna en sus manos,
pandereta bien tocada,
a cuyos sones los bobos
votan, botan, beben, bailan,
haciéndole reverencias
a la misteriosa caja
pandora de los caciques
y hucha de los oligarcas,
pero en realidad puchero,
que al «pucherazo» dio fama
con engaños y mentiras,
con sobornos y con trampas,
y escamoteos de la
picaresca democrática,
en la que son grandes sabios
los demócratas de España.
(Así al ser rotas las urnas
su mejor destino alcanzan).

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Ramiro

—Por los que hipócritas, cínicos,
la pena de muerte atacan
(salvo si el verdugo es suyo
y por sus órdenes mata),
y los «derechos humanos»
en asambleas proclaman,
y al mismo tiempo el aborto
protegen con leyes bárbaras,
que aplican pena de muerte
a criaturas humanas
sin defensa y a millones,
seres ya con cuerpo y alma,
creados por la lujuria
de malas madres malvadas,
infanticidas monstruosas
que así la vida arrebatan
en contra lo que Natura
y la Ley Divina mandan;

por los que a los maricones
con leyes amaricadas
reconocen y protegen
sus monstruosas alianzas,
aborto de los infiernos
y asquerosa repugnancia;

por los que del matrimonio
rompen la eterna y la santa
unidad con el divorcio,
que es poligamia y poliandria,
hipócrita y sucesiva,
inmoral y anticristiana;

por tantos viles y cínicos
legisladores canallas.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Fernando

—Por los fingidos católicos
que van en Semana Santa
a correr placer, desnudos,
con destemplanzas paganas,
y así escarnecen a Cristo
y hacen más hondas sus llagas;

por los que saquean templos
sin pudor y sin sotana,
imitadores de herejes
y demagogos de paja,
que están liquidando veinte
siglos de Historia cristiana,
como una mercadería
que es ya inútil y anticuada.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Ramiro

—Por los «señoritos rojos»
—y tontos— de sucias barbas,
mantenidos de papá,
que fingen miseria y hampa
e, hipócritas, los dineros
burgueses de papá gastan
con las «señoritas libres»
traga-píldoras y tarascas
que en público dan la lengua,
fornican y se emborrachan,
procaces minifalderas
en «bikinis» desnudadas,
más putas que aquellas putas
que antaño ponían casa.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Fernando

—Por los que cobran cien veces
más de los que otros mil ganan,
con pedantescos pretextos
de títulos y ventajas.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Ramiro

—Por las hembras que se visten
como machos, olvidadas
de los mandatos divinos,
y por los hombres que bajan
de su condición viril
que honor y mando les daban,
y son unos calzonazos
(en la expresión más exacta),
pues entregan sus calzones
a las hembras sublevadas,
y un mundo de calzonazos
para el futuro preparan,
y que un día llorarán
como dicen que llorara
su triste falta de hombría
el Rey moro de Granada.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

Fernando

—Por los que todo lo venden,
lo alquilan o lo subastan
con Consejos y Gerentes,
asesores y finanzas,
monopolios, exclusivas,
cohechos, avales, libranzas,
operaciones, sobornos,
descuentos, cambios, finanzas,
créditos, importaciones,
licencias, letras, balanzas
que pesan a su medida
con leyes de embudo y trampa;

por cuantos le rinden culto
a Manmon, el dios sin Patria,
y están rifando en parcelas
el viejo solar de España.

Voz que corea

—¡Anatema sea dada!

[Sigue…]

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Pelayo, mártir

junio 26, 2013

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En conmemoración de la festividad de hoy, San Pelayo, mártir, patrón de los niños carlistas y de los jóvenes que se preparaban para entrar en el Requeté, reproducimos un relato del gran Jesús Evaristo Casariego (Tineo, 1912 – Luarca, 1990) de cuyo nacimiento se cumplió el centenario el pasado mes de noviembre.

El pelayo de Peña del Salto

Somos niños los pelayos;
mas seremos sin tardar
los soldados más valientes
que a su Patria salvarán.

Asta firme era para el tesoro de una bandera española aquel picacho, fino y retador, que se erguía como un monstruo de piedra, perfilándose sobre las brumas verdeazuladas del Cantábrico próximo. Desde los primeros tiempos de la guerra, el reducto, solitario y magnífico, era centinela avanzado de la causa de España en las húmedas y melancólicas campiñas norteñas. Los hombres duros y heroicos de la nueva reconquista habían llegado hasta él en una marcha triunfal, y desde él seguían desafiando, día tras día, las embestidas de la horda bermeja.

El picacho se llamaba Peña del Salto, nombre que tenía origen en una antigua leyenda del país, según la cual, desde su cumbre habían puesto fin trágico a sus amores dos amantes contrariados.

En Peña del Salto había centenar y medio de requetés que vigilaban desde sus hondas trincheras, tras una doble alambrada de espino. Los mandaba un capitán cuarentón, curtido en las guerras marroquíes, y las horas monótonas del parapeto y la chabola transcurrían en torno a sus rezos diarios, a las botellas confortadoras y las ilusionadas esperanzas para un mañana feliz, cuando, cubiertos de gloria, regresasen las boinas coloradas bajo épicos doseles de banderas victoriosas.

Con los requetés estaba también un «pelayo», niño que hacía poco había cumplido los trece años. Un hombrecito serio y sereno que servía de enlace, y todos los amaneceres, montado en un borriquillo gris, bajaba al pueblo próximo, silbando el «Oriamendi», a recoger los periódicos y paquetes.

Muchas noches el pequeño voluntario salía de su «garigolo» y, sentándose sobre los sacos terreros, se ponía tocar con una gran armónica, melancólicos aires de la tierra o himnos patrióticos. En el silencio solemne de las noches incomparables de las montañas astures, las notas estridentes del muchacho flotaban suavemente sobre los valles cubiertos de luna para perderse, como un eco imperceptible, en el lejano bosque de castaños y de pinares.

Pero un mal día empezaron a llover mortíferos proyectiles de Artillería. La tierra temblaba bajo la metralla y el estruendo de la trilita. Se hundían las chabolas, saltaban hechas cisco las cañas de los árboles, y la tierra, removida y deshecha, volaba en altas trombas. Era aquello una preparación artillera que nada bueno anunciaba. Así lo comprendió el capitán y tomó todas las precauciones. Cada uno a su puesto y listas las dos máquinas y los seis fusiles ametralladores del reducto. A ver lo que pasa.

Y, claro está, pasó lo que todos se temían. Después de aquel chaparrón de hierro, que duró cuatro horas, empezaron los rojos a salir de sus madrigueras, entre el bosque del frente, y, en abiertas olas, se lanzaron al asalto de la codiciada posición, desde la cual podían interceptar las comunicaciones entre dos importantes sectores del Ejército. Era el momento culminante. Cuando el corazón parece un corcel desbocado y una mano invisible aprieta la garganta con sensación de angustia.

El capitán y sus alféreces —dos mozuelos casi imberbes, de dorada flor de lis sobre el escudo insuperable de un corazón carlista— recorrieron la trinchera dando la orden con tono de bisbiseo, a los hombres que se inclinaban con el arma presta sobre los parapetos.

—Ni un tiro todavía. ¡Mucho cuidado con precipitarse! Cuando estén a unos veinte metros de la alambrada, duro con ellos.

—¡Serenidad, muchachos, serenidad!

—Apuntad bien y mucho pulso los de las máquinas.

—¡Silencio, silencio!

—¡Tiro ya, mi alférez? Aquellos que van por la vaguada están «bola».

—¡Quietos, quietos!

Mientras tanto, los rojos seguían subiendo. Primero lo hicieron tímidamente. Después, viendo que no pasaba nada, creídos, sin duda, que el enemigo (es decir, los requetés) habían huido, empezaron a salir más «valientes», y, llenos de optimismo, subían y subían en actitud de guerreros de película, pisando con mucho cuidado la maleza de la pendiente.

Arriba, todos preparados, les esperaban.

—¡Primera máquina, lista!

—Mi fusil ametrallador, apuntado.

—¡Chiss!

Los rojos estaban ya a menos de cincuenta metros de la alambrada. Se les oía andar y hablar. También sus oficiales daban órdenes. En el silencio emocionante, los ruidos más imperceptibles herían el oído como a una fibra sensible. Nadie diría que en aquella breve quietud campesina cientos de hombres preparaban la muerte.

En el grupo más adelantado de los marxistas venía un teniente. ¡Qué bien se le veía! Y con los gemelos, hasta los detalles. Recios borceguíes, pantalón azul, chaqueta de cuero y gorro ladeado, con dos galones dorados bajo la estrella de cinco puntas, entre el emblema de Infantería.

En el momento decisivo, algunos milicianos dudaban.

El teniente intervino, rápido, esgrimiendo una enorme pistola de reglamento.

—¡Arriba, cobardes!

—¡ Al que se eche p’atrás desnúcolo!

—Si no hay nadie.

Nadie perdía ni un movimiento. De pronto, la voz del capitán sonó, rotunda, imperativa:

—¡¡Fuego!!

—¡¡Viva España!!

No hay pluma capaz de describir lo que pasó en aquellos momentos. El estruendo de la primera descarga, casi unánime, fue como una blasfemia, como un alarido, como una carcajada de superhombre, que se burla de la muerte. Luego, el aullido ensordecedor de las armas, ladrando cada una por su cuenta. Las ráfagas de ametralladora, el estruendo de la fusilería; los «¡no!» rabiosos de las bombas de mano y el griterío horrible de los rojos que, en terrible desorden, escapaban monte abajo.

Exclamaciones de alegría y de triunfo en las trincheras. Boinas lanzadas al aire, abrazos y risotadas… y luego, bruscamente, otra vez «¡pon!» «¡pon!», la Artillería que reanudaba la preparación, como queriendo vengar el descalabro de los milicianos de a pie.

Y otra vez el intento de asalto, y otra vez la Artillería enemiga, y así todo el día hasta el oscurecer, en que los rojos seguían más obstinados que nunca en abatir aquel bastión de España.

La situación era dificilísima. Había muchas bajas y ni un mal refugio para evacuar a los heridos. Las trincheras estaban destrozadas, las alambradas rotas y las máquinas inutilizadas. Además, las avanzadas enemigas se habían filtrado por la retaguardia, cortando las comunicaciones de la posición, y la columna de socorro avanzaba dificultosamente bajo sus fuegos.

El capitán, herido en un brazo, con el uniforme roto y manchado de sangre, con el rostro amoratado y los labios blancos, requirió, lleno de magnífica energía:

—¡A ver, un enlace!

—¡A sus órdenes!

Tranquilo y mínimo, el pelayo, el niño soldado, estaba cuadrado ante el jefe.

—¿Pero tú? ¡Tú no me sirves!

Los ojos infantiles brillaron y el rostro suave contrajo sus músculos.

—¿Que no, mi capitán? Mejor que nadie. Como soy un chaval, me cubro más en el monte y no me ven pasar.

Y añadió suplicante:

—Ande, déjeme llevar el parte. Ya verá cómo llega.

El capitán le miró un momento de pies a cabeza. Sacó el lapicero y el cuadernillo y escribió unas líneas. Dobló el papel y puso al dorso:
«Capitán jefe Peña del Salto a Comandante X».

Y entregándoselo al chico le abrazó fuertemente.

—Anda con Dios, «peque», te portas como un hombre.

Y luego confidencial:

—Tengo fe en ti; que llegue el parte. Haz que llegue, que si no, estamos perdidos.

Uno de los alféreces, herido también por un rasponazo de metralla, le cogió por un brazo y le dijo:

—Oye, rapaz; ¿tú leíste un libro en la escuela que se llama «Corazón»?

—Claro que lo leí.

—Pues ya te acordarás que a un chiquillo italiano le dieron una vez un encargo como éste que te da el capitán. Y lo cumplió, aunque le hirieron por el camino. Fíjate bien lo que haces, que un pelayo no puede ser menos que nadie en el mundo.

— Harelo, mi alférez. Júroselo.

Salio de la posición. En aquel momento el fuego se reducía a un tiroteo aislado de paqueo. La noche estaba cerrando y el cuerpo del pequeño enlace se borró en seguida entre los matorrales de aquel camino, que tan bien conocía…

… … … …

Sólo Dios sabe lo que pasó por el bosque aquella pavorosa noche de lobos, de tormenta y de tiros…

… … … …

El mismo Comandante lo contaba luego con el respeto del que reza ante un coro de ángeles.

El niño «pelayo» llegó a las avanzadillas de socorro. Pregunta por el jefe. Casi no se puede cuadrar. Entregó el parte. Iba inmensamente pálido, con un balazo en el costado.

Lo llevaron al Hospital. Las hermanas seráficas y las enfermeras dulces lo acostaron en la cama como acuesta a su hijito enfermo una madre amorosa.

Los médicos y sanitarios se miraban con asombro. Al filo de la madrugada murió. Su carita pálida tenía una sonrisa de triunfo y de dolor.

A buen seguro que allá en el cielo, la Virgen de Covadonga, la Santina pequeñina y galana, Reina de aquellas montañas, le esperaba con los brazos abiertos para auparlo junto al Niño Divino.

Y aquí en la tierra, los duros guerreros invencibles de la nueva reconquista, rindieron las armas poderosas y los estandartes invictos cuando, en su blanco ataúd, pasó aquel angelito del cielo, que supo morir como un gigante de España.

Tomado del libro de J.E. Casariego La verdad del Tradicionalismo. Madrid, 1940.

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